El honor del salvaje

Comparte:

A Juan José Toro parece molestarle la idealización que se hace de las poblaciones indígenas que habitaban estas tierras antes de la invasión española, y nos dice que por compromiso con la verdad y en contra de la mentira debe recordarnos que los incas eran unos tiránicos, pedófilos e incestuosos tan llenos de vicios como los autócratas modernos. Su intención, sin embargo, no es demostrar que los incas y demás pueblos precolombinos eran tan humanos como nosotros, sino denigrarlos de tal forma que la brutal colonización europea parezca una misión de asistencia humanitaria.

Parece olvidar que tanto el incesto como la pedofilia eran verdaderas instituciones entre las dinastías del Viejo Mundo, o que durante las cruzadas se cometieron verdaderos actos de barbarismo que hoy no podrían considerarse como menos que salvajes, y claro, perpetrados nada menos que bajo el signo de la cruz. Si la verdad fuera la auténtica preocupación del escritor potosino que publica en Página Siete, también nos hablaría de los miles de curas pedófilos que desbordan en la historia de la Iglesia Católica. Ciertamente una verdad incómoda.

Toro parece estar en la misma línea que Ignacio Vera de Rada quien, por favor corríjanme si me equivoco, afirmó hace poco que los indios son unos borrachos, al reivindicar las “incisivas” críticas de Alcides Arguedas a la sociedad boliviana en un artículo a propósito del gobernador paceño Santos Quispe, quien sin duda está muy lejos de la figura de su padre. ¿Cuál es el móvil detrás de tal escarnio contra el indígena? Como no conozco a ninguno de los dos columnistas, me permitiré especular un poco.

Creo que la crítica hacia la revalorización de lo indígena que muchos comparten con Toro o Vera de Rada puede explicarse a través de la contradicción que nota Charles Taylor entre el principio de dignidad igualitaria y la política del reconocimiento que suele darse en sociedades atravesadas por el problema del multiculturalismo, o la convivencia de diferentes identidades y culturas en sociedades modernas, usualmente expresado bajo formas de racismo, en este caso no muy disimuladas. Dicha contradicción se debería a que el reconocimiento de una identidad particular sobre otras violaría la premisa de no discriminación propia del liberalismo, que se deriva del principio de dignidad igualitaria.

La dignidad igualitaria se desarrolló, nos dice el autor canadiense, con el desplome de las jerarquías sociales premodernas de la sociedad feudal y en contraposición a la excluyente política del honor, cuya razón de ser consistía en que para que unos lo tuvieran otros no debían tenerlo, base para títulos como señor, lord, duque, etc. El punto estaría en que privilegiar práctica o discursivamente a los pueblos indígenas violaría aquel logro de la dignidad igualitaria del liberalismo, al otorgarles derechos diferentes que los del resto de la sociedad. Desde esta perspectiva, las críticas de Toro o Vera de Rada podrían parecer una reivindicación del principio de igualdad.

No obstante, creo que nada estaría más lejos de la verdad, dado que la reacción de ambos autores frente a un atisbo de dignificación indígena es desproporcionada (difícilmente se puede decir que ahora la torta se ha dado la vuelta y que los indígenas son ahora los privilegiados), denigrante y violenta, lo que sugiere que la igualdad no es su verdadera preocupación (ni la verdad, en todo caso), sino la perpetuación de un orden social que establece diferencias entre ciudadanos de primera y de segunda a partir de criterios pigmentocráticos o de abolengo.

Es decir, su preocupación más íntima giraría en torno al concepto de honor (señorial y colonial), de sentirse superior al otro, muy similar al razonamiento de las hordas que quemaron la wiphala bajo el pretexto de que el símbolo les fue impuesto y no representaba a todos los bolivianos, cuando en realidad lo que detestaban era ese acto de reconocimiento, aunque sea formal, de la identidad indígena, no blanca ni mestiza.

Una preocupación, justamente, no acorde con el principio moderno de la igualdad. Desde este punto de vista, los salvajes premodernos no son los indios ni sus usos y costumbres, sino los blancos y mestizos que todavía no se dan cuenta de que todos los seres humanos están hechos de átomos.

 

 

 

 

Carlos Moldiz es politólogo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *